Popular Posts

> La verdadera historia de mis fracasos deportivos



Ochocientas cincuenta y tres visitas han convertido mi primer post, La crisis de los 30, publicado hace meses en este blog amigo, en mi texto más leído de todos los tiempos, por encima de mis trabajos universitarios, de mis listas de deseos por cumplir para año nuevo, e incluso de algunas de mis mejores cartas de amor. Aunque, para ser honesto, debería restarle unas veintinueve, aproximadamente el número de veces que yo mismo he entrado para asegurarme de que mi post seguía ahí. Cosas de no ser un nativo digital.
Bien. En todo caso, ochocientos veinticuatro seres vivos han leído, sorprendidos, mis palabras sobre mis inicios en el adictivo mundo del running, y aún se preguntan cómo me he convertido en un yonki del deporte, enganchado a las carreras populares más multitudinarias y esclavo del parte meteorológico diario. El planeta se pregunta qué me empuja semanalmente a las calles de Sevilla, a veces a lo The walking dead, como un zombi chupa-asfalto hambriento de kilómetros; a veces a lo Powder -pura energía-, como un... quiero decir… Sí, bueno, partiendo la pana. En definitiva, la gente quiere saber.
Ha llegado el momento de contaros la verdad. La increíble historia de cómo, después de intentar practicar todos los deportes posibles (excepto gimnasia rítmica, petanca y esgrima), he encontrado en el hábito de correr la rutina saludable perfecta para mi corazón de treintón (que es mucho más duro que decir treintañero), antes de pasar directamente al Danacol, como ha hecho otro gran amigo de este blog, Manolo Escobar. ¡Un saludo, maestro!
Mi primer deporte fue la natación. Tenía alrededor de ocho años. Bañador turbo, pectorales de infarto, cero barriga. Esa sí que fue una buena época. El rey de la piscina. El David Meca del polideportivo del barrio. Sólo me faltaba el tatuaje del plátano de Canarias en mi torso. Incluso había un niño con gorro verde al que llamábamos “lechuguino”. Suerte que el mío era rojo y Tomatito no era un referente infantil. ¡Qué más podía pedir! Sin embargo, abandoné. Era aburrido.
Más tarde despertó mi pasión por el fútbol. Coleccionaba todos los cromos de la Liga que regalaban con los bollycaos. (Pensar que en estos días Panrico está a punto de paralizar su producción, hace que tenga ganas de salir corriendo al súper y aprovisionarme de donuts, como hacen en Florida ante la llegada de tormentas tropicales. Pero ya no puedo. Soy runner. Aquí y en EEUU). 
Había nacido con un don que me convertía en el jugador que cualquier capitán quería tener en su equipo para la pachanguita del recreo. Era el portero perfecto, un guardameta sin rival que despejaba el balón de la portería a golpe de cabeza con una precisión casi matemática. ¿Mi secreto? Era cabezón. Con el paso de los años la cabeza se me compensó con el cuerpo y perdí mi mojo. Mi carrera deportiva, al garete. ¡Maldito estirón!
Mis 1,60 centímetrazos me arrojaron a los brazos del baloncesto. Además era flaco y rápido, y me hacía con el balón del adversario de manera espectacular. Jugar contra mí era como jugar contra el hombre sin sombra. Lástima que además de sin sombra también fuera el hombre sin puntería. Nunca se me dio bien esa mítica atracción de feria de escopetas y palillos de dientes en la que se pueden conseguir súper premios como mecheros y chapas. Esta es la vergonzosa verdad. ¡No me hagáis daño con eso!
En los albores de la juventud empezó mi peregrinaje… mi vía crucis, más bien, por numerosos gimnasios de diferentes ciudades en las que viví. Mi objetivo estaba claro: ponerme fuerte a toda costa. Estar petao. Marcar tableta. Convertirme en el Increíble Hulk. Sólo me puse un límite: no al doping. Y eso incluía a la creatina, la L-carnitina y cualquier sustancia terminada en -tina, salvo las chocolatinas, a las que indulté.
Y entonces descubrí lo que ocurre realmente en los gimnasios. La verdad de la que nadie habla. El tema proscrito. En los gyms (permitidme el anglicismo, estoy aprendiendo inglés), solo se pone fuerte la gente que ya está fuerte. Que se pone cada día más y más fuerte a la vez usa ropa cada vez más y más ajustada. Tienen una máxima: no entrenar las piernas. Nunca. El efecto para la vista es devastador. Y, luego, estamos los demás, las personas de verdad, los hombres que les gustamos a nuestras novias. Los tipos que, hagamos lo que hagamos, nunca nos pondremos fuertes. Por lo que solo nos queda la opción B: la ropa de Zara Kids. ¡Bendita talla 16!
Ahora, rebasados los treinta, corro. Corro más que nunca. Corro sin mirar atrás. Corro para estar en forma. Corro para mejorar mi aspecto. Corro para escuchar mi música. Corro para comprobar la torpeza de la gente al caminar por la calle. Corro para ver mi ciudad de noche. Y, sobre todo, corro porque es mi pequeño acto de libertad semanal. No tengo que sonreír a nadie sin ganas ni llorar por nadie con motivos. 
No hay agravios comparativos ni olores nauseabundos. No hay espectadores ni normas estúpidas. La grandeza del corredor reside en su propia vulnerabilidad. En su fragilidad y en su generosidad, que le hace moverse discretamente por la ciudad siguiendo su camino sin molestar a nadie, y a la vez, protegiéndose de todos. 
Hay un sentimiento solidario entre los corredores que no veo con frecuencia, no ya en otros deportes, sino en otros ámbitos de la vida. Y por eso corro. Por identificación. Por admiración. Para estar a la altura. Aunque para eso tenga que renunciar para siempre a mi sueño de saquear la estantería de los dulces de un hipermercado, conducir mi coche a toda velocidad hasta mi condado, aprovisionarlos en mi búnker, y refugiarme en él ante la inminente llegada de un huracán. Eso incluye no ver nunca vacas volando como ocurría en Twister. Y todo esto, por supuesto, en el hipotético caso de que viviera en Kansas. 
Pues bien, amigos, esta es la verdadera (y sin censura) historia de mis fracasos deportivos y de cómo he encontrado en el running la paz saludable que necesitaba. ¿Por qué corres tú?
Daniel Torrado

4 comentarios :

  1. Me ha encantado Dani! Voy a empezar a correr más :)!
    Anduriña.

    ResponderEliminar
  2. No puedo esperar a leer tu siguiente post!!!

    ResponderEliminar
  3. Yo corro para llegar puntual al trabajo. Pero después de leer esto creo que me voy a pillar unas zapatillas de esas fosforito, que me vuelven loca y a dar pataaa. A sentirme libre!!. Gracias maestro. Eres un máquina y mi guía ;-)) Soy Micky Luis

    ResponderEliminar